miércoles, 25 de abril de 2007

Anatomia del miedo



Hobbes escribió una frase terrible que podríamos repetir todos:
“El día que yo nací, mi madre parió dos gemelos: yo y mi miedo.”

¡Qué duro luchar contra el miedo!. Me persigue, me abandona, vuelve y me acorrala. Se despista y se mantiene acechante hasta que bajo la guardia y, ¡zas!, regresa y no se despega.
¡Malditos miedos!, te hacen sufrir, ser vulnerable y perder oportunidades que nunca regresarán.


Pero, ¿qué es el miedo?. ¿Por qué tenemos miedo?.
Por definición, es una emoción caracterizada por un intenso sentimiento desgradable producido por la percepción de un peligro real o supuesto, presente o futuro.
Es difícil controlar los sentimientos. A veces nos protegemos con una coraza y hacemos que ninguna emoción penetre o salga de ella. Pero el miedo no responde, es como un espíritu que atraviesa barreras y se adentra.
Cuando sabemos el origen de nuestro miedo, podemos controlarlo o, como poco, asumirlo. Pero cuando es una creación mental que nada tiene que ver con la realidad, ¿cómo reunir el valor para enfrentarse a él?. Es de cobardes tener miedo, pero es el miedo el que nos tiene a nosotros, se hace valiente en detrimento de nuestra capacidad de lucha, superación y razonamiento.
Ha caído en mis manos el libro "Anatomía del miedo" de José Antonio Marina, y aunque no lo he leido, lo he ojeado y me ha parecido interesante. En él se investiga por qué unas personas son más miedosas que otras. Se analizan los miedos y, lo que comienza siendo un estudio del miedo, se convierte en un tratado sobre la valentía. ¿Hasta dónde podemos llegar con la valentía?


"El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma."
Aldous Huxley

"Me lo habéis quitado todo, la familia, la libertad; pero hay algo que no me podéis quitar: el miedo"
Pedro Muñoz Seca, antes de ser fusilado

"Sólo una cosa vuelve un sueño imposible: el miedo a fracasar"
Paulo Coelho

martes, 24 de abril de 2007

Gavilaso de León, gran padre y buen escritor


Siento admiración por las personas que se ilusionan, apasionan y son capaces de entusiasmarse sin pensar en la complicación o en el fracaso. Mi asesor literario, y padre a la vez, día tras día, año tras año, verso a verso, reteniendo acontecimientos, frases, imágenes, y levantándose durante la noche para apuntar la ocurrencia que encajaba perfectamente en el chascarrillo empezado la semana anterior, por fin ha cumplido sus propósitos y ha sacado a la luz "El Pacto de Perpignan y otras rimas socarronas". Se lo recomiendo a todo aquel que tenga sentido del humor y que sepa leer entre lineas. Para abrir "apetitos" aquí va un fragmento del poema, El pacto de Perpignan, que le da título.



EL PACTO DE PERPIGNAN


Entremés satrírico entre los personajes
Carod Rovira y Josu Ternera.
En una espelunca de Perpignan,
donde se oculta la cúpula de ETA
entra Carod Rovira disfrazado y dice:

-¿Cómo están ustedes?
-Sobrevives, que más quieres
-Precariamente, a juzgar...
-Si no te rindes o avienes
-a las esposas de Aznar.
-Que yo sepa, una sólo
-se lo anda, nada más.
-Rovira no me seáis bobo,
"esposas de maniatar"
no un "harén para trincar"
que sólo por una bebe
cuando le cumple empinar.
En toda España es sabido
que a esa señora tan bella
no le afea el apellido,
aunque apellide Botella,
sino su escaso marido
yendo del brazo con ella.
[...]
Mas, ¿cómo por aquí, Rovira,
qué queréis de nos Carod?
-Vengo en nombre de la vida,
de la paz y del amor.
Los varones son más sabios
cuando utilizan los labios
aunque lo diga el Borbón.
Es el beso gran deleite,
facilita la reunión
y otorga dulce temblor
a corazones ardientes.
-¿Sois donante o recipiente?
-¿Cómo decís, por favor?
-Lo que es lo mismo, Carod,
¿vuestro motor pierde aceite
o agua en el radiador?
-¿Perder?¡Eso nunca, jamás, no!
cuando apuesto acierto siempre,
y en política eficiente
nadie gana a un servidor.
-¿Sois entonces, penitente
o fraile predicador?
-Digamos no reverente
me cuadra mucho mejor
-¿Entonces, no sois creyente?
-No creo ni en lo evidente
ni tengo temor de Dios.
Y por ser republicano
y conspicuo progresista
no rindo culto al señor
ni a voraz capitalista;
pero canto con quien sea
salmos, baladas o rock,
hasta el mismo Cara al sol,
y hago tratos con cualquiera
sin descartar la ralea,
si ello conviene mejor.
[...]

sábado, 7 de abril de 2007

¡SANTO MIÉRCOLES!

Nunca hemos sido una familia convencional. Infinitas son las anécdotas que podría relatar confirmándolo, pero me quedo con ésta, que además de ser la más reciente, ha ocurrido en estas Santas Fechas que vivimos.
Alberto, mi hermano pequeño que a pesar de sus veintitantos años sigue siendo, y será, el niño de la familia por decisiones de la naturaleza, es su protagonista como en casi todas las anécdotas mencionadas. Es un fanático de la música y por ende, las procesiones son una de sus debilidades. Se apasiona con los sonidos de los tambores, las trompetas, las gaitas y demás instrumentos incorporados últimamente a las bandas de las cofradías, retumbando en las fachadas de los edificios. Otra de sus aficiones, transformada ya casi en obsesión, es salir a la calle en compañía de mi madre a la conquista de nuevas Tiendas "de los Chinos". Cuando ve o intuye el objetivo a lo lejos, se suelta de la mano, empieza a correr, y cual ave rapaz, se precipita sobre la puerta entrando en su interior, en busca de un artilugio/juego/cachivache que emita algún sonido, gire o, simplemente, tenga muchas partes que se muevan.
El miércoles Santo, tal y como marcaba la rutina de estas fiestas, madre e hijo se disponían a ver la procesión y, cómo no, mi hermano tenía en mente la conquista de un nuevo "objetivo". Parecía que todo estaba tranquilo. Los papones tocaban, la gente empujaba para hacerse un hueco y un chino curioso alertado por los sonidos de los tambores, se colocó delante de la puerta de su establecimiento, ya cerrado, para ver el espectáculo.
Alberto, que tiene un sexto sentido para detectar a orientales sólo con el olor y no por el color, lo puso en el punto de mira y, siguiendo su ritual, salió como una estampida. El chino que veía acercarse "algo" corriendo hacia él, por instinto, se metió en el interior de la tienda cerrando para mayor seguridad. El topetazo que el pequeño de la familia se dio contra contra la puerta no fue demasiado brusco, pero si lo fueron los siguientes intentando que se abriera. Mientras golpeaba una y otra vez, sin la compañía de los cuarenta ladrones y sin pronunciar las palabras mágicas: ÁBRETE SESAMO, su ansiedad por conseguir un juguete crecía. El mandarín, que apenas dominaba la lengua y que no tenía claro lo que estaba pasando, chapurreaba: "Vetel niño, vetel, vetel de aquí", mientras hacia gestos con los brazos creyendo que podía espantarlo. No se encontraba sólo en el interior del comercio, le acompañaba una china menudita que, como si se tratase de un atraco, secuestro, o intento de algún otro delito, subida en el escaparate, chillaba como poseída: "Polisía, polisía, aquí polisia".
Rápidamente los agentes, que se encontraban en los alrededores controlando la procesión, se presentaron en el lugar de los hechos.
"¿Qué pasa aquí?", pregunto el más decidido. Mi madre, nerviosa, les relato lo que estaba ocurriendo y les explicó que simplemente tenía que conseguir que el "niño" se calmara para que todo volvería a la normalidad. Y así fue, Alberto había conseguido dominar su rabia/ira por no tener en sus manos el ansiado juguete, mediante algún mecanismo que, después de años y años, ningún miembro de la familia ha conseguido descifrar.
Una mujer de mediana edad -sobre 50 años-, testigo de todo lo acontecido y emocionada, imagino que por la paciencia y templanza de la mujer que me dio la vida, se ofreció para echar una mano. Como la situación se había calmado, mi madre, agradeciéndoselo, le convenció que ya no era necesaria ninguna ayuda. La mujer la miró y, cogiéndola por los hombros, le dijo: "Venga acá, deme dos besos". Con cara de perplejidad y no sabiendo si reír o llorar, mi madre puso la cara y los dos besos le fueron estampados en sus mejillas.

Predicando con el ejemplo ante el consejo que siempre nos da: "Hijos tenéis que reíros de las situaciones para superarlas", mi madre y Alberto se fueron calle adelante caminando al compás de los tambores que seguían retumbando sobre las fachadas de los edificios, riéndose e intentando olvidar el rato pasado .