
Alberto, mi hermano pequeño que a pesar de sus veintitantos años sigue siendo, y será, el niño de la familia por decisiones de la naturaleza, es su protagonista como en casi todas las anécdotas mencionadas. Es un fanático de la música y por ende, las procesiones son una de sus debilidades. Se apasiona con los sonidos de los tambores, las trompetas, las gaitas y demás instrumentos incorporados últimamente a las bandas de las cofradías, retumbando en las fachadas de los edificios. Otra de sus aficiones, transformada ya casi en obsesión, es salir a la calle en compañía de mi madre a la conquista de nuevas Tiendas "de los Chinos". Cuando ve o intuye el objetivo a lo lejos, se suelta de la mano, empieza a correr, y cual ave rapaz, se precipita sobre la puerta entrando en su interior, en busca de un artilugio/juego/cachivache que emita algún sonido, gire o, simplemente, tenga muchas partes que se muevan.
El miércoles Santo, tal y como marcaba la rutina de estas fiestas, madre e hijo se disponían a ver la procesión y, cómo no, mi hermano tenía en mente la conquista de un nuevo "objetivo". Parecía que todo estaba tranquilo. Los papones tocaban, la gente empujaba para hacerse un hueco y un chino curioso alertado por los sonidos de los tambores, se colocó delante de la puerta de su establecimiento, ya cerrado, para ver el espectáculo.


Rápidamente los agentes, que se encontraban en los alrededores controlando la procesión, se presentaron en el lugar de los hechos.
"¿Qué pasa aquí?", pregunto el más decidido. Mi madre, nerviosa, les relato lo que estaba ocurriendo y les explicó que simplemente tenía que conseguir que el "niño" se calmara para que todo volvería a la normalidad. Y así fue, Alberto había conseguido dominar su rabia/ira por no tener en sus manos el ansiado juguete, mediante algún mecanismo que, después de años y años, ningún miembro de la familia ha conseguido descifrar.
Una mujer de mediana edad -sobre 50 años-, testigo de todo lo acontecido y emocionada, imagino que por la paciencia y templanza de la mujer que me dio la vida, se ofreció para echar una mano. Como la situación se había calmado, mi madre, agradeciéndoselo, le convenció que ya no era necesaria ninguna ayuda. La mujer la miró y, cogiéndola por los hombros, le dijo: "Venga acá, deme dos besos". Con cara de perplejidad y no sabiendo si reír o llorar, mi madre puso la cara y los dos besos le fueron estampados en sus mejillas.
Predicando con el ejemplo ante el consejo que siempre nos da: "Hijos tenéis que reíros de las situaciones para superarlas", mi madre y Alberto se fueron calle adelante caminando al compás de los tambores que seguían retumbando sobre las fachadas de los edificios, riéndose e intentando olvidar el rato pasado .
1 comentario:
Joder casi me emociono con esta historia.., bueno, en realidad casi me asoma una lagrimilla..,y es que ser consciente de que tienes a alguien tan cercano que entrega su vida y que sabe dar el corazón de esa manera sólo puede ser sinónimo de Madre.., gracias por saber plasmarlo así, es una flecha directa al alma, te mando un beso eterno.
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